-Entonces, me ha entendido, ¿verdad? -
preguntó la abadesa con las pupilas inmóviles.
'Sí, señora', sonó de fondo en la
habitación con la voz de doña Inés.
-Es la voluntad de su padre. Usted es
joven, bella y buena, ha vivido encerrada en este cuarto tantos
años...-la abadesa avanzaba lentamente hacia la esquina izquierda de
la habitación con los ojos fijos mientras la puerta se cerraba.- Ha
tenido suerte, doña Inés, siendo acogida en un lugar como este sin
tener que pasar duras pruebas para ello, escondida aquí no ve la
miseria de este mundo, el mundo en sí convirtiéndose en miseria por
gente miserable. Es extraño. Chistoso. Algún día hablarán de
ellos. Los recordarán así, moldeando todo con una forma corrompida,
al mundo. Usted no ha de temer, nosotros, en cambio, vemos al sol
morir cada tarde, el brillo de estrellas muertas en silencio, incluso
nuestra propia muerte silenciosa, dichoso aquel que no sea expuesto a
todo este cuento en el que no se hace más que intentar ralentizar un
final trágico. Dichosa usted, doña Inés. Dichoso espíritu que se
adueña de condenas. Cielo azul que me observas y me juzgas, que no
sea en vano cada paso que estoy dando, árboles altos, verdosos, que
esperáis la caída de vuestras hojas, soñadme a cada segundo que
respiro, a cada minuto que reflexiono.
-Tiene usted miedo.
-No es miedo lo que siento.
-¿Por qué? Quizá debiera...-murmuró
doña Inés mientras juntaba su espalda a la pared y sentía el frío
morderle la piel.
»Dice
toda esa basura de lo que el mundo es, y sin embargo usted permanece
aquí día a día. Mira el atardecer tras una ventana, conoce a las
personas tras las pequeñas rejas de las puertas o por los pasillos;
tan encerrada como yo...tan muerta como mi espíritu aun adueñado de
almas condenadas. Usted parece cualquiera, una de esas personas que
no son nada pero que se creen algo porque en la sociedad tenemos
distinto rango. Uno de esos ecos que no duran un segundo. Que no
tienen fuerza ni nada que gritar. ¿Vive porque le gusta esto? ¿Vive
por vivir? Vida no digna.
-¿Qué
eres?
-¿Cuándo
he perdido mis respetos?
-En
cuanto la luz titubeó, Inés. No estás viva. No estás. No queda
nada. ¿Cómo puedes hablar?
-A
través de ti. De tus recuerdos. Dijiste que me adueñaba de
condenas...tu vida es una condena.
-Soy
feliz, tanto o más que cualquiera.
La
risa rompió cada cristal, cada reja, las paredes temblaban, el suelo
electrificaba. La mente de la abadesa parecía golpearse desde
dentro. Los colores destellaban en sus ojos. El viento penetraba en
cada grieta del cuarto. El miedo jugaba con fuego, el fuego jugaba
con cerillas puestas en manos temblorosas.
“Intentar
ralentizar un final trágico...”
Un
vaho congelado se aproximó a la oreja de la abadesa y murmuró
despacio unas palabras.
PD: Siento la tardanza y aunque esté fuera de plazo, quería dejarlo plasmado en el blog. Lo siento mucho.
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