Caemos.
Caemos
continuamente mientras todo a nuestro alrededor cambia, nosotros
quizá también. Para mal, para bien, a quién le importa. Los
demás siempre se encargan de darte a conocer lo mal que haces algo.
Algunas -pocas- incluso de lo bien.
Odiamos
a las personas por que se parezcan a nosotros. Gritamos como si no
pudiéramos dejar de disparar el alma por la boca, un alma vacía y
oscura que nos invade el pecho en busca de remordimientos con los que
alimentarse. Hablamos de algo con fundamento cuando leemos cualquier
cosa y confiámos en la persona que lo escribe. Confianza con los
ojos vendados. Pero cuando realmente nos los vendan, tenemos miedo de
soltar una mano.
Nos
miramos como si estuviéramos asustados de lo que somos, de lo que
podemos ser, o pudimos.
Tememos
lo que desconocemos, pero sin embargo, realmente, no conocemos casi
nada. Dar un paso en falso nos cuesta las noches. La vigilia se hace
inagotable.
Vagantes
de vida, pedazos rotos mezclados, ¿es lo que somos?
Ya
no sentimos de verdad. No sabemos reír, no sabemos llorar, no
sabemos decir que estamos tristes, ni que queremos amor. No hablamos
por si acaso otras bocas lo hacen mejor. No sabemos, siquiera, tener
miedo.
Si
queremos reír vamos a actuaciones de cómicos, a las películas más
tontas, a discursos políticos. Pero la gente se desmenuza, no reímos
porque tenemos miedo de ellos. Nos angustia que no sean como nosotros
y cuando lo son, huímos.
Escuchamos
música triste cuando no podemos abrir bien los ojos como gesto de
felicidad, sonreímos como si fuera una obligación.
Somos
extraños. Estamos enfermos de algo que no conocemos.